sábado, 28 de enero de 2012

Los cigarros consumen el tiempo.

O eso debí pensar aquella mañana temprana del 27, cuando en la exactitud de las 10:25 aparqué mi existencia y cinco minutos más de espera en una plazuela del centro de mi ciudad. Una señora arrugada y poco convencional se sentaba al otro lado del escalón. Rondaría los setenta años, sino unos cuantos más, y fijaba una mirada azul y enérgica sobre el horizonte de sus pensamientos. Una bolsa blanca a sus pies, de contenido alimenticio, supuse yo. Arrugaba la nariz y pestañeaba dos veces por segundo, con una precisión y coordinaciones casi milimétricas. Su maquillaje parecía desgastado por el aburrimiento, que no por su ya larga edad. Todo en su conjunto se salía de la normalidad vejestoria, pero fue un detalle el que acabó por acaparar el resto de mi atención. Un cigarrillo, un humeante depredador de oxígeno humano. No se trataba de un caramelo con el que endulzar un poco más la vida, era un minucioso resquicio de soledad y concentración. Porque tenía que tratarse de eso, ¿qué si no? Una mujer mayor, agotada por el tiempo y sus vivencias, que confrontaba el día a día con actividades rutinarias. Y después de eso, un pitillo. Ese debía ser el único acompañante que le quedaba. Cuando la edad te mordía y el curso de los años se iba llevando cada una de las razones que te hacían esbozar una sonrisa por cualquier tontería, ¿te quedaba solo eso? ¿Una débil calada del momento presente?


Terminó su placer momentáneo, agarró la bolsa con sus rugosos dedos y se levantó. Momentos después arrojó a su compañero al suelo, esparciendo sus cenizas de un pisotón, todo ello secundado por un leve suspiro. Caminó.


Se ve que al final, todo se reduce a seguir hacia delante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario