viernes, 15 de julio de 2011

Despierta, huye, asimila,


transforma las horas en algo vagamente mundano. Trata de hacer las cosas lo más fáciles posibles y, si se le ocurre gritarte alguna vez que no eres nadie, saca el dedo medio y mándale a la mierda.

Soplan sus silencios en una habitación oscura,


llena del naufragio de la libertad y el deseo, del cariño y de la conservación. No volverán a mirarse de forma directa a la cara porque, lo que ayer eran dos lazos flexibles, rebosantes de felicidad, hoy no son más que dos extraños dentro de un gran murmullo. Latidos fuertes, pensamientos inteligibles, esencias gastadas de tanto ser usadas. Una vida, y otra, y otra. Y nunca acaba, ¿cómo podría acabar? Ya ni si quiera llegan a tocarse, ni lo intentan. Es más fácil dejarse llevar por nada, rendirse. La mira, y pronuncia una primera estupidez:

- Bueno, es verano. No tenemos prisa.

¿Sabes?

Todavía me sigo alterando cuando te encuentro por ahí respirando, en cualquier sitio de la ciudad. Primero, una parte de mí desea que no seas tú el que está sentado en esa silla de la terraza. Me alegro de que no me veas en ese mismo instante, gracias a que estás mirando hacia otra dirección. Luego, cuando paso por tu lado, me invade una extraña sensación de familiaridad, esa que siempre me recuerda que esto no acabará nunca. No mientras yo me quede.