jueves, 5 de enero de 2012

Hemos crecido,

y valió la pena. Sacamos la basura lo más tarde posible, hicimos del ring nuestra tarde de paseo semanal. Nos dimos de golpes, de palos, de ira, nos dimos de todo menos de besos. Tardamos en darnos cuenta, pero lo logramos. Aquel día, cuando amaneciste con sangre esparcida por tu boca, y tus ojos se veían hinchados, cansados. Enrojecían tus manos, y tus palabras no daban para más. Allí sentado, en la arena, me dijiste que se acabó, que pusiéramos un fin a lo que nunca había empezado. Me rodeaste con tus brazos y la nieve se fundió entre los dos. Yo desistí, nada podía salvarnos. Cuando quise darme cuenta, ya no nos quedaba nada a lo que podernos agarrar. Ni Sol, ni arena, ni si quiera frío. Lo supimos: nos quedábamos sin aire. Ingenua de mí, pregunté entonces si sería definitivo, si este adiós era un adiós real, y no uno de los tantos que inventábamos de vez en cuando para salir del paso.


- ¿No lo sabes?,- había miedo en sus palabras,- marchitaste todas mis esperanzas, te lo llevaste todo, ¿por qué iba a esperarte de nuevo? En todo este tiempo, solo supiste dejar una cosa en mí...


Abrío las manos, con desgana. Y ví, que en todo este tiempo, solo había sido capaz de entregarle nieve.

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