jueves, 8 de marzo de 2012

Hay cosas que no se olvidan,

hechos que te gustaría paliar, cambiar o directamente, hacer que desaparecieran. Antes pensaba que, cuando eres aún un niño/a, no te pueden arrebatar ni una miga, nada puede ser destruido. No pueden hacerte llorar, porque lo máximo por lo que llegarás a preocuparte será una pequeña mota de polvo dentro de todos los problemas que los adultos toman de mayor relevancia, más importantes que la lágrima salada de una caída de la niñez. Pero eso era antes.


El día en el cual abandoné cualquier tipo de esperanza estúpida, fue un 31 de marzo, de un año que ya ni quiero recordar. El aliento de la primavera se colaba por las ventanillas del coche, aunque solo se respiraba un cierto temor al hablar y abandonar así la condescendencia. Hacía un día bastante bonito allí fuera como para pensar que ya nada sería igual, porque en cierto modo, ya no lo sería. Mi padre conducía con los ojos fijos en la carretera, pero yo sabía que sus pensamientos iban más deprisa incluso que el velocímetro del coche, más allá del Sol que chocaba contra nosotros y se expandía en todas direcciones, alentándonos a seguir. Si hubiese tenido la oportunidad de adentrarme bajo sus pensamientos, hubiese visto imágenes de un pasado torturándole en su futuro, un asfalto quemado por demasiada velocidad, un coche partido por la mitad, tres personas muertas, un hermano al filo de la vida. A los doce años, nunca pensé que me arrebatarían algo que me perteneciese; nadie se podía interponer entre mis objetivos y yo, en mi vida. Me equivocaba. 


Cuando volvió a mirarme, mi padre ya estaba dejando fluir sus emociones hacia el exterior, fuera de toda piel y máscara de pura fortaleza. Y de repente me vi yo también entre un mar de conmociones, y nos abrazamos los dos. Nunca había visto a mi padre llorar, nunca había sentido un vacío agarrándose a mi cuello, a mi estómago, a mi persona. Nunca el vacío de perder a alguien a quien quieres. 


Luego llegan los cambios: se acabó ser una niña, nada de insensateces por cosas innecesarias; crece, madura, espabila. Pero lo peor no es la serie de acontecimientos que se desarrolla a tu alrededor, con el constante sonido del tic-tac del tiempo empujándote tras su sonrisa, sino lo que pierdes. Para mí ya no hay chistes en Nochebuena, no hay abrazos que me dejen sin aire al llegar a casa, nada de riñas tontas por vasos rotos, ni paseos por la playa llenos de confidencias durante el verano. Hay una silla ausente, una risa silenciosa, un día que te gustaría eliminar del calendario, mañanas en las que no te puedes ni mover de la cama. Pero la vida sigue, las guerras siguen siendo guerras y los idiotas se vuelven cada vez más idiotas. 


Menos mal que, al menos, los idiotas siempre consiguen hacernos sonreír.


A C. , porque todo el mundo tiene una historia que contar.

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